Me emociono sólo
de pensar que se acerca La
Navidad. Como en tantos hogares españoles, la familia de mi
mujer se reúne para cenar en nochebuena. Cada año se encarga uno de los seis hermanos
de organizar el banquete. Las navidades pasadas le tocaba a mi esposa, así que
tuvimos la suerte de encargarnos de todo. Fue una velada íntima (veintidós personas
y un perro en nuestro comedor de quince metros cuadrados) e inolvidable.
Desde el mismo momento en que nos pusimos a planear
el menú, mi mujer y yo comenzamos a disfrutar. Queríamos una cena típica de
estas fechas con unos entrantes (gambas a la plancha, ensaladas, jamón serrano
y salmón ahumado), un primero (crema de marisco), un segundo (cordero al horno)
y piña tropical de postre. Pero disfrutamos cambiando el menú a mi concuñada
Laura, la vegetariana, por una ensalada de germinados ahumados, curry de
verduras y chuletón de tofu. Otro tanto ocurrió con mi cuñada María José, siempre
a dieta. Aunque está gorda, es muy fina y no se conformó con merluza hervida,
así que gozamos como nunca ofreciéndole besugo al cava para sustituir al
cordero. También lo pasamos en grande al satisfacer el antojo de mi cuñada Ana,
embarazada, empeñada en comerse un solomillo de antílope en nochebuena. Además,
disfrutamos evitando un shock anafiláctico a mi concuñada Marta, la pija, y
cambiamos el jamón serrano por su primo burgués el pernil de Jabugo, ya que, a
pesar de ser rica, la pobre es alérgica a cualquier tipo de jamón que no sea
ibérico.
Los buenos deseos impregnaron también la
distribución de los comensales en la mesa. Mi cuñado Paco, que antes era
alcohólico y ahora es abstemio, deseaba ser colocado al fondo y que las
botellas de licor no pasasen de la mitad de la mesa. Jaime, mi cuñado diabético,
quiso situarse en la otra punta de la mesa y que el turrón, los polvorones y
los mantecados no se sirvieran a menos de un metro de distancia de su asiento.
A mi concuñado Simón, el taxista, no le apetecía sentarse al lado de frente y
mucho menos de espaldas a Oscar, mi cuñado homosexual, Andrés, mi concuñado
socialista, deseaba lo mismo respecto de mi cuñado Jaime, el marido de la pija,
que es empresario y de derechas. Por otro lado, Paco, culé hasta la médula, no quería
sentarse a menos de dos metros de distancia de Simón, que es un merengue
recalcitrante. El resto de los adultos deseaban colocarse al lado de sus
respectivas parejas, menos Óscar que estaba soltero. Los niños se sentarían en
una mesa aparte, lo desearan o no, y Lucas, nuestro perro, no se sentaría a la
mesa, aunque lo deseara.
Muy pronto se puso de manifiesto que la velada
iba a ser coser y cantar, coserse a puñaladas las cuñadas y cantarse las
cuarenta las parientas. Apenas servimos el aperitivo, mi concuñada Marta dio la
primera puntada: “¿Dónde habéis comprado estas gambas tan esmirriadas, en el
Dia? ¿Y el cava…? Lo habéis sacado de
alguna oferta del Mercadona, seguro. Y nosotros que os pusimos carabineros y
champán el año pasado…” Mientras los
niños se ubicaban en su mesa, mi suegra cantó las excelencias del menú
infantil: “¡Cómo se nota que este inútil (yo) no sabe cocinar… Si te hubieras casao con el Manolo, seguro que los
críos cenaban como Dios manda y no pizzas artificiales y patatas fritas
congeladas.”
Mi suegro
encendió la televisión para ver el mensaje navideño del Rey y obligó a todo el
mundo a dejar de emitir sonido alguno que interfiriera en las palabras de Su Majestad.
Lucas, nuestro galgo, que todavía era un cachorro y no había entendido el
mensaje del Rey ni el de mi suegro, se atrevió a ladrar y se llevó una patada
en las costillas. El animal (mi perro) se lanzó a morder al monárquico, pero no
consiguió su objetivo porque llevaba el bozal que le colocábamos para evitar
que se tragase todo tipo de objetos, como tenía por costumbre. Mi mujer apartó
al perro de su padre, o sea, a Lucas, y confinó al
cachorro en el vestíbulo. A continuación, disfrutamos de un periodo de relativa
tranquilidad que terminó en el momento en que hubo que levantarse de la mesa
para recoger la vajilla y los cubiertos. Mi concuñada pija se negó a ejercer de
chacha, lo que hizo aflorar el espíritu navideño de mis cuñadas en forma de
buenos deseos: “Si quiera te siente mal el cordero, cacho guarra… Ojala nuestro
hermano encuentre a otra y se divorcie de ti, muerta de hambre…”
Cuando se
sirvieron los cafés, los fumadores abandonaron el comedor para practicar su
vicio en el balcón. Mi cuñado Jaime se encendió un habano y Simón, el taxista,
un Marlboro. Manuel, el tío de mi mujer que empieza a estar senil, permaneció a su
lado observándolos con los ojos como platos hasta que los fumistas regresaron
al interior. El tío Manuel se quedó en el balcón y, después de rescatar el puro
mal apagado del cenicero, chupó el habano hasta que consiguió que la brasa de su
extremo renaciera.
Llegó el momento
más mágico de la noche: la entrega de regalos a los niños. Uno a uno, los
adultos rescataron de nuestro dormitorio, que estaba abarrotado de paquetes, varios
regalos para cada crío y se los entregó en el comedor mientras los demás inmortalizaban
el momento con sus cámaras digitales. Los niños recibieron sus presentes con
ilusión decreciente a medida que los iban desenvolviendo y acumulando a su alrededor
hasta un número cercano al millar. Todo fue según lo previsto hasta el final,
cuando hicieron el recuento de críos y se dieron cuenta de que mi sobrina Eva,
de dos añitos, había desaparecido como por arte de magia. Nos pusimos a
buscarla por todo el piso como locos. Nada. Ni el mismísimo Houdini hubiera
desaparecido mejor. Hasta que mi cuñado Óscar descubrió, repasando las fotos de
su cámara, que la pequeña Eva estaba dormida y enterrada bajo la montaña de
papel de envolver y embalajes de los regalos en un rincón del comedor. Gracias
a este episodio nos evitamos la interminable serie de agradecimientos que cada año sigue a
la entrega de los regalos: “Eso, seguro que lo has comprao en los chinos… Mi hijo no ve a poner esos pantalones de
maricón…vaya mierda de muñeco ecológico, si está hecho con trapos viejos…”
Servimos los turrones y los licores.
Abrimos otra botella de cava. Mi cuñado homosexual cogió su Frangelico y un
vaso de chupito y se fue a jugar con los críos al cuarto de mi hija. La hermana
de mi suegro y esposa de Manuel, la tía Pilar, se hizo con el mando de la
televisión y cambió de canal. Pretendía ver, en la 2 de TVE, la misa del gallo oficiada por
el Papa Benedicto XVI desde la
Basílica de San Pedro en el Vaticano; pero se topó con la
oposición del resto de las féminas presentes, que querían disfrutar del concierto
de Sergio Dalma que daban en la 1. De nada le sirvieron a la beata las
súplicas, los lloros, las amenazas de condenación eterna ni el ataque cardiaco
simulado: las baladas del cantante de Sabadell eran más seductoras para las
mujeres que las palabras del vicario de Roma, así que se volvió a sintonizar la
primera cadena.
El tío Manuel
regresó a la fiesta. Después de apurar el puro hasta quemarse los dedos, estaba
muy animado. El anciano se subió encima de la mesa de los niños y, con la
música de fondo de Bailar pegados, comenzó
un ardiente strip-tease. Se desprendió del jersey con movimientos insinuantes
y, después de agitarlo en el aire, lo lanzó a su mujer. La beata comenzó a
llorar, pero sus lágrimas no apagaron el fuego de su marido que se aflojó el
cinturón y se desabrochó los pantalones. Hizo falta la intervención de mi
suegro y dos cuñados, además de una copita de anís, para convencer al artista
de lo inapropiado de su espectáculo. Mientras, en el exterior, daba comienzo
otra ardiente performance: la colilla del puro, que el viejo había dejado caer
a la calle despreocupadamente, había prendido los Papa Noel trepadores de mi
balcón. La cosa no fue a mayores porque mi suegra se olió que algo no iba bien,
salió al balcón, dio la voz de alarma y sofocamos el incendio con dos botellas
de cava.
Apareció en el
comedor Lucas, sin bozal, emitiendo quejidos lastimeros y con tres bultos
sobresaliendo de su barriga. Durante la búsqueda de Eva, había escapado del
vestíbulo y luego mi sobrinita Nuria, firme defensora de los derechos de los
animales, le había liberado del tortuoso bozal. El cachorro, que había pasado un
buen rato observando con deseo el nacimiento que teníamos instalado en el
vestíbulo durante su confinamiento, regresó al belén y se comió las figuritas
de los tres reyes magos, confirmando así que era un republicano radical. Mi
mujer se puso el abrigo a toda prisa, cogió al chucho en brazos y salió
disparada hacia la clínica veterinaria acompañada por mi cuñado Óscar.
Terminó el concierto de Sergio Dalma y la
televisión anunció la retransmisión del clásico Madrid-Barça para el próximo
domingo. Estalló la fiesta del fútbol. Empezó Paco, mi cuñado culé, llamando
moñas a Cristiano. Respondió mi concuñado Simón, el merengue, diciendo que
Messi era un hobbit. El equipo del Gobierno, villarato, dopaje… Gritos, aspavientos, insultos... Los dos
futboleros estaban obcecados e ignoraban las súplicas de sus mujeres para que
se calmasen. Dado que yo era el anfitrión, me coloqué entre ellos para impedir
que llegaran a las manos, como haría un árbitro. No me hicieron ni puñetero
caso, como si fuera un árbitro de tercera regional. El merengue lanzó un
derechazo a la cara del culé, pero mi jeta estaba entre los dos y recibió el
puñetazo. Mi nariz crujió, igual que si hubiera recibido el balonazo de un
crack, y comenzó a sangrar profusamente.
Tres de mis sobrinos se presentaron en el
comedor cogiditos de la mano. Tenían los mofletes encarnados y
parecían muy felices. Los niños se plantaron delante de la televisión y, sin más
explicaciones, se pusieron a cantar: "Noseee de pas, Nosee damos…"
Estaban completamente borrachos después de liquidar el licor de avellana de la
botella que Óscar había olvidado en su cuarto al salir corriendo. Al atacar el
estribillo del villancico, mi sobrino Alberto no aguantó más y vomitó en la
alfombra. Las nauseas se contagiaron y, uno a uno, todos los críos fueron
expulsando los restos de pizza prefabricada y patatas fritas congeladas de la
cena. Aquello fue demasiado para mi cuñada Ana, embarazada de siete meses, que comenzó a tener contracciones allí mismo.
De manera que a
las doce de la noche, estábamos todos en el hospital. Los niños en pediatría,
yo en traumatología y mi cuñada Ana en maternidad, dando a luz a Jesús, mi
nuevo sobrino.
Por eso, al
pensar en la cena de nochebuena se me pone la carne de gallina y tiemblo como
un pollo. Este año le toca organizar la velada a mi cuñada Laura, la
vegetariana, que vive en un piso sostenible de cincuenta metros y tiene tres
gatos que parecen tigres mutantes. Me quieren sentar junto a mi cuñado
homosexual y su nuevo novio, un antisistema del Atlético de Madrid, republicano
y anticlerical. Mi mujer me ha dicho que si no voy a la cena, se divorcia.
Estoy acojonao, pero le voy a echar
valor y acudiré al evento. Eso sí, esta vez, voy a ir preparado. Me comeré un
buen bocadillo de jamón serrano antes de salir de casa para no pasar hambre. Me
llevaré un botiquín completo y no me pienso quitar el abrigo ni el casco de la
moto en toda la noche para protegerme de los hombres de buena voluntad.
¡FELIZ NAVIDAD!
No hay comentarios:
Publicar un comentario