PRESENTACIÓN

LAS PENAS CON HUMOR SON MENOS PENAS

Este es el blog suboficial de PENURIAS EXQUISITAS, mi primera novela. Pero, sobre todo, es un espacio dedicado a la literatura de humor en el sentido más amplio de la expresión. Si un relato entretiene a quien lo lee y le ayuda a olvidarse de sus problemas por unos instantes, bienvenido sea. Aunque en el texto no se realice un alarde estilístico o se haga una brillante reflexión filosófica o futbolística. Como diría un albañil: cuanto más divertida sea una obra, mejor. En palabras de Mariano, el protagonista de esta novela, "Si, además de entretener al sujeto lector, se provoca su hilaridad, se cobran dos volátiles de una detonación."


miércoles, 19 de diciembre de 2012

NOCHE DE PAZ


     Me emociono sólo de pensar que se acerca La Navidad. Como en tantos hogares españoles, la familia de mi mujer se reúne para cenar en nochebuena. Cada año se encarga uno de los seis hermanos de organizar el banquete. Las navidades pasadas le tocaba a mi esposa, así que tuvimos la suerte de encargarnos de todo. Fue una velada íntima (veintidós personas y un perro en nuestro comedor de quince metros cuadrados) e inolvidable.
      Desde el mismo momento en que nos pusimos a planear el menú, mi mujer y yo comenzamos a disfrutar. Queríamos una cena típica de estas fechas con unos entrantes (gambas a la plancha, ensaladas, jamón serrano y salmón ahumado), un primero (crema de marisco), un segundo (cordero al horno) y piña tropical de postre. Pero disfrutamos cambiando el menú a mi concuñada Laura, la vegetariana, por una ensalada de germinados ahumados, curry de verduras y chuletón de tofu. Otro tanto ocurrió con mi cuñada María José, siempre a dieta. Aunque está gorda, es muy fina y no se conformó con merluza hervida, así que gozamos como nunca ofreciéndole besugo al cava para sustituir al cordero. También lo pasamos en grande al satisfacer el antojo de mi cuñada Ana, embarazada, empeñada en comerse un solomillo de antílope en nochebuena. Además, disfrutamos evitando un shock anafiláctico a mi concuñada Marta, la pija, y cambiamos el jamón serrano por su primo burgués el pernil de Jabugo, ya que, a pesar de ser rica, la pobre es alérgica a cualquier tipo de jamón que no sea ibérico.
     Los buenos deseos impregnaron también la distribución de los comensales en la mesa. Mi cuñado Paco, que antes era alcohólico y ahora es abstemio, deseaba ser colocado al fondo y que las botellas de licor no pasasen de la mitad de la mesa. Jaime, mi cuñado diabético, quiso situarse en la otra punta de la mesa y que el turrón, los polvorones y los mantecados no se sirvieran a menos de un metro de distancia de su asiento. A mi concuñado Simón, el taxista, no le apetecía sentarse al lado de frente y mucho menos de espaldas a Oscar, mi cuñado homosexual, Andrés, mi concuñado socialista, deseaba lo mismo respecto de mi cuñado Jaime, el marido de la pija, que es empresario y de derechas. Por otro lado, Paco, culé hasta la médula, no quería sentarse a menos de dos metros de distancia de Simón, que es un merengue recalcitrante. El resto de los adultos deseaban colocarse al lado de sus respectivas parejas, menos Óscar que estaba soltero. Los niños se sentarían en una mesa aparte, lo desearan o no, y Lucas, nuestro perro, no se sentaría a la mesa, aunque lo deseara.
     Muy pronto se puso de manifiesto que la velada iba a ser coser y cantar, coserse a puñaladas las cuñadas y cantarse las cuarenta las parientas. Apenas servimos el aperitivo, mi concuñada Marta dio la primera puntada: “¿Dónde habéis comprado estas gambas tan esmirriadas, en el Dia?  ¿Y el cava…? Lo habéis sacado de alguna oferta del Mercadona, seguro. Y nosotros que os pusimos carabineros y champán el año pasado…”  Mientras los niños se ubicaban en su mesa, mi suegra cantó las excelencias del menú infantil: “¡Cómo se nota que este inútil (yo) no sabe cocinar… Si te hubieras casao con el Manolo, seguro que los críos cenaban como Dios manda y no pizzas artificiales y patatas fritas congeladas.”
     Mi suegro encendió la televisión para ver el mensaje navideño del Rey y obligó a todo el mundo a dejar de emitir sonido alguno que interfiriera en las palabras de Su Majestad. Lucas, nuestro galgo, que todavía era un cachorro y no había entendido el mensaje del Rey ni el de mi suegro, se atrevió a ladrar y se llevó una patada en las costillas. El animal (mi perro) se lanzó a morder al monárquico, pero no consiguió su objetivo porque llevaba el bozal que le colocábamos para evitar que se tragase todo tipo de objetos, como tenía por costumbre. Mi mujer apartó al perro de su padre, o sea, a Lucas, y confinó al cachorro en el vestíbulo. A continuación, disfrutamos de un periodo de relativa tranquilidad que terminó en el momento en que hubo que levantarse de la mesa para recoger la vajilla y los cubiertos. Mi concuñada pija se negó a ejercer de chacha, lo que hizo aflorar el espíritu navideño de mis cuñadas en forma de buenos deseos: “Si quiera te siente mal el cordero, cacho guarra… Ojala nuestro hermano encuentre a otra y se divorcie de ti, muerta de hambre…”
     Cuando se sirvieron los cafés, los fumadores abandonaron el comedor para practicar su vicio en el balcón. Mi cuñado Jaime se encendió un habano y Simón, el taxista, un Marlboro. Manuel, el tío de mi mujer que empieza a estar senil, permaneció a su lado observándolos con los ojos como platos hasta que los fumistas regresaron al interior. El tío Manuel se quedó en el balcón y, después de rescatar el puro mal apagado del cenicero, chupó el habano hasta que consiguió que la brasa de su extremo renaciera.
     Llegó el momento más mágico de la noche: la entrega de regalos a los niños. Uno a uno, los adultos rescataron de nuestro dormitorio, que estaba abarrotado de paquetes, varios regalos para cada crío y se los entregó en el comedor mientras los demás inmortalizaban el momento con sus cámaras digitales. Los niños recibieron sus presentes con ilusión decreciente a medida que los iban desenvolviendo y acumulando a su alrededor hasta un número cercano al millar. Todo fue según lo previsto hasta el final, cuando hicieron el recuento de críos y se dieron cuenta de que mi sobrina Eva, de dos añitos, había desaparecido como por arte de magia. Nos pusimos a buscarla por todo el piso como locos. Nada. Ni el mismísimo Houdini hubiera desaparecido mejor. Hasta que mi cuñado Óscar descubrió, repasando las fotos de su cámara, que la pequeña Eva estaba dormida y enterrada bajo la montaña de papel de envolver y embalajes de los regalos en un rincón del comedor. Gracias a este episodio nos evitamos la interminable  serie de agradecimientos que cada año sigue a la entrega de los regalos: “Eso, seguro que lo has comprao en los chinos… Mi hijo no ve a poner esos pantalones de maricón…vaya mierda de muñeco ecológico, si está hecho con trapos viejos…”
     Servimos los turrones y los licores. Abrimos otra botella de cava. Mi cuñado homosexual cogió su Frangelico y un vaso de chupito y se fue a jugar con los críos al cuarto de mi hija. La hermana de mi suegro y esposa de Manuel, la tía Pilar, se hizo con el mando de la televisión y cambió de canal. Pretendía ver, en la 2 de TVE, la misa del gallo oficiada por el Papa Benedicto XVI desde la Basílica de San Pedro en el Vaticano; pero se topó con la oposición del resto de las féminas presentes, que querían disfrutar del concierto de Sergio Dalma que daban en la 1. De nada le sirvieron a la beata las súplicas, los lloros, las amenazas de condenación eterna ni el ataque cardiaco simulado: las baladas del cantante de Sabadell eran más seductoras para las mujeres que las palabras del vicario de Roma, así que se volvió a sintonizar la primera cadena.
     El tío Manuel regresó a la fiesta. Después de apurar el puro hasta quemarse los dedos, estaba muy animado. El anciano se subió encima de la mesa de los niños y, con la música de fondo de Bailar pegados, comenzó un ardiente strip-tease. Se desprendió del jersey con movimientos insinuantes y, después de agitarlo en el aire, lo lanzó a su mujer. La beata comenzó a llorar, pero sus lágrimas no apagaron el fuego de su marido que se aflojó el cinturón y se desabrochó los pantalones. Hizo falta la intervención de mi suegro y dos cuñados, además de una copita de anís, para convencer al artista de lo inapropiado de su espectáculo. Mientras, en el exterior, daba comienzo otra ardiente performance: la colilla del puro, que el viejo había dejado caer a la calle despreocupadamente, había prendido los Papa Noel trepadores de mi balcón. La cosa no fue a mayores porque mi suegra se olió que algo no iba bien, salió al balcón, dio la voz de alarma y sofocamos el incendio con dos botellas de cava.
     Apareció en el comedor Lucas, sin bozal, emitiendo quejidos lastimeros y con tres bultos sobresaliendo de su barriga. Durante la búsqueda de Eva, había escapado del vestíbulo y luego mi sobrinita Nuria, firme defensora de los derechos de los animales, le había liberado del tortuoso bozal. El cachorro, que había pasado un buen rato observando con deseo el nacimiento que teníamos instalado en el vestíbulo durante su confinamiento, regresó al belén y se comió las figuritas de los tres reyes magos, confirmando así que era un republicano radical. Mi mujer se puso el abrigo a toda prisa, cogió al chucho en brazos y salió disparada hacia la clínica veterinaria acompañada por mi cuñado Óscar.
     Terminó el concierto de Sergio Dalma y la televisión anunció la retransmisión del clásico Madrid-Barça para el próximo domingo. Estalló la fiesta del fútbol. Empezó Paco, mi cuñado culé, llamando moñas a Cristiano. Respondió mi concuñado Simón, el merengue, diciendo que Messi era un hobbit. El equipo del Gobierno, villarato, dopaje… Gritos, aspavientos, insultos... Los dos futboleros estaban obcecados e ignoraban las súplicas de sus mujeres para que se calmasen. Dado que yo era el anfitrión, me coloqué entre ellos para impedir que llegaran a las manos, como haría un árbitro. No me hicieron ni puñetero caso, como si fuera un árbitro de tercera regional. El merengue lanzó un derechazo a la cara del culé, pero mi jeta estaba entre los dos y recibió el puñetazo. Mi nariz crujió, igual que si hubiera recibido el balonazo de un crack, y comenzó a sangrar profusamente.
     Tres de mis sobrinos se presentaron en el comedor  cogiditos de la mano. Tenían los mofletes encarnados y parecían muy felices. Los niños se plantaron delante de la televisión y, sin más explicaciones, se pusieron a cantar: "Noseee de pas, Nosee damos…" Estaban completamente borrachos después de liquidar el licor de avellana de la botella que Óscar había olvidado en su cuarto al salir corriendo. Al atacar el estribillo del villancico, mi sobrino Alberto no aguantó más y vomitó en la alfombra. Las nauseas se contagiaron y, uno a uno, todos los críos fueron expulsando los restos de pizza prefabricada y patatas fritas congeladas de la cena. Aquello fue demasiado para mi cuñada Ana, embarazada de siete meses, que comenzó a tener contracciones allí mismo.
     De manera que a las doce de la noche, estábamos todos en el hospital. Los niños en pediatría, yo en traumatología y mi cuñada Ana en maternidad, dando a luz a Jesús, mi nuevo sobrino.
     Por eso, al pensar en la cena de nochebuena se me pone la carne de gallina y tiemblo como un pollo. Este año le toca organizar la velada a mi cuñada Laura, la vegetariana, que vive en un piso sostenible de cincuenta metros y tiene tres gatos que parecen tigres mutantes. Me quieren sentar junto a mi cuñado homosexual y su nuevo novio, un antisistema del Atlético de Madrid, republicano y anticlerical. Mi mujer me ha dicho que si no voy a la cena, se divorcia. Estoy acojonao, pero le voy a echar valor y acudiré al evento. Eso sí, esta vez, voy a ir preparado. Me comeré un buen bocadillo de jamón serrano antes de salir de casa para no pasar hambre. Me llevaré un botiquín completo y no me pienso quitar el abrigo ni el casco de la moto en toda la noche para protegerme de los hombres de buena voluntad.

                                                  ¡FELIZ NAVIDAD!

No hay comentarios:

Publicar un comentario