El sábado pasado acudí por primera vez
al mercado. Las circunstancias de la vida –por fin he aprobado la oposición a
barrendero que llevaba estudiando desde que acabé el bachillerato- y la
insistencia de mis progenitores me han hecho volar prematuramente del nido
paterno a la tierna edad de cuarenta y dos años. Pasados unos días del
traumático desahucio, se me terminaron los víveres sustraídos a mis viejos y
traídos a mi nuevo apartamento de alquiler. Seguí los consejos de mi madre y,
la tarde del viernes, adquirí el carrito de la compra más grande que tenían en el chino del barrio y elaboré una detallada
lista de todo lo que necesitaba. Y, a las diez de la mañana del sábado, cogí mi
carro nuevo y salí a la calle dispuesto a descubrir el fascinante mundo del
consumo de proximidad.
Llegué al raído edificio del mercado, subí la rampa de la entrada y accedí al
interior de la inmensa nave. Por un instante creí hallarse dentro de un
gallinero, y no porque el primer puesto que me topé fuera una pollería-huevería,
sino por los estridentes cacareos que constituían el sonido ambiente. Comencé
mi expedición consumista en aquella misma parada, que estaba regentada por una
exuberante rubia de bote que llevaba un escote auténtico y muy generoso. Mientras
esperaba a que sirviera a otra clienta, me fui calentando por la visión
de la pechugona y me puse a sudar como un pollo en una sauna avícola. Cuando la
dependienta se inclinó hacia mí para entregarme la docena de huevos que le
pedí, un temblor de mil pares de cojones se apoderó de mi cuerpo y no me atreví
a coger los huevos por temor a hacerlos tortilla. Todavía estaríamos allí si no me
hubiese ayudado otra clienta que agarró mis huevos con decisión y los depositó
en el carrito de la compra. A continuación, y aunque no lo había apuntado en mi
lista, decidí adquirir también otra docenita, esta vez de pechugas, decisión
basada en la calidad del género que mostraba la abertura de la blusa de la
dependienta. Esta vez soporté con entereza la tentadora visión cuando me hizo
la entrega del pedido gracias a la colaboración de la otra clienta que, al ver que seguía abducido por la atractiva personalidad de la rubia, soltó
en voz alta: “Será pavo…”, a lo que yo repliqué sin dejar de mirar los pechos
de la huevera: “¡ No importa. Sea carne de pavo o de pollo, me gustan las
dos !” Y sin más incidentes, pagué mi compra y abandoné la pollería hecho un
gallito. Era un comienzo prometedor.